domingo, 4 de noviembre de 2012

Berlín IV / El cero y el infinito


“Solo la imaginación escapa siempre a la saciedad.” (Stendhal)
Se van escurriendo los días, empieza el tiempo de descuento y a mí me asalta esa mezcla de ansiedad y pena que me provocan siempre las partidas; cuento minuto por minuto y ensayo el ejercicio de hacer durar cada uno el triple: si uno se lo propone lo logra.
Después de tanta intensidad, hoy toca algo más relajado: el barrio turco Kreuzberg. Es el sábado de una mañana preciosa. Tomamos el metro, nos piden que vayamos en silencio porque aquí la gente no habla en voz alta ni importuna a los restantes pasajeros con su música ni con sus conversaciones telefónicas.
Cuando dejamos la estación aparece el verde de un parque, lo atravesamos y empiezan los coloridos edificios de viviendas, cafeterías y negocios de diseño. Por un momento me parece que soy dueña del tiempo que se concentra en la caminata y que sólo vale  disfrutar con los ojos. Necesito respirar y dar pasos cortos.     
  
Todas las cafeterías nos hacen guiños; I descuenta que si buscamos un café turco nos lo servirán humeante. Hay poca gente circulando y se la ve distendida. Quisiéramos hacer como ellos: sentarnos a curiosear a los que pasan, hojear un diario o no hacer más que saborear un café, sin mirar ni una sola vez las agujas amenazantes. Doy vuelta mi reloj para no hacerme trampa.

Decidimos seguir caminando y mientras lo hacemos en silencio yo me imagino viviendo aquí, exactamente en este Kreuzberg. Esa mujer que sale por esa puerta enorme y llena de inscripciones podría ser yo una mañana de sábado, dispuesta a desayunar para despertarme de a poco, mientras decido qué haré el resto del día. Iría al Mercado cercano al Handwehrkanal, elegiría fruta, probaría sabores y seguramente encontraría algún objeto, el objeto que está esperándome. Lo imagino con tanta obstinación que no me importa cuánto tenga que esperar a que suceda: si me olvido del tiempo, si ignoro la realidad que intentan imponerme, me siento igual que en el grado cero del viaje, el momento en que el avión empieza a carretear aumentando la velocidad para despegar, porque entonces sé que todo lo deseado va a empezar: mañana es mejor. Se puede estar de muchas maneras suspendida en el aire.  
   


Con ese ánimo volvemos al tren; los ojos mastican lo que está a su alcance y cuando traspasan devoran. Quizá sea por prevención: ahora viajamos con más compañía y yo temo que otras miradas aspiren todo lo que me falta absorber.
No hay caso, hay que estar siempre alerta, es imposible escapar del pasado: estamos en la estación de tren Friedrichstraβe, la última de la línea este-oeste antes de llegar a la frontera con Berlín Occidental. Aquí se encontraba la sala de aduanas, conocida como Palacio de las Lágrimas, zona de frontera para pasar del este al oeste. Al lado de la estación hay un grupo escultórico que recuerda a los deportados a los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Parece que Berlín sí cree en lágrimas.  
Seguimos andando un poco y hacemos una rápida parada en Hauptbahnhof, la modernísima estación central de trenes, inaugurada en el año 2006. El sol que vimos a la mañana va dando paso a las nubes y, finalmente, a la lluvia, justo cuando llegamos a la Kurfürstendamm; nos ponemos las capas compradas en una ferretería de Praga: parecemos espantapájaros. A nadie parece importarle el agua, berlineses y turistas patinan por la avenida de compras. Los imitamos un rato para luego dejarlos y llegar hasta la rotonda Groβer Stern. Sí, por fin estamos frente a la Siegessäule, más conocida como Columna de la Victoria. Si tuviéramos tiempo, subiríamos los doscientos ochenta y cinco escalones y podríamos deleitarnos con la vista del Tiergarten; lamentablemente tampoco somos ángeles ni criaturas de Wim Wenders. Es mejor así, eso me dice Damiel/Bruno Gantz y me conviene creerle. Además, él se lleva la lluvia.         
                                                                 
 
Lástima que no me dijo que es tarde para el Mercado de Pulgas, próximo al Palacio de Charlottenburg: mientras vemos cómo levantan los puestos, tenemos que decidir en qué emplearemos las últimas horas de este día y…casi de este viaje. ¿Perdimos tiempo esquivando ciclistas, preguntando y buscando este mercado? ¿Qué es perder el tiempo? Cuando me pierdo en una ciudad, cosa que sucede con rigurosa frecuencia, suelo toparme con algo inesperado, entonces la ansiedad se transforma en deleite porque ese encuentro, que parece fortuito, lo que hace es confirmar la predestinación. Quizás esta vez no vimos las señales, quizá nos obstinamos en la búsqueda del Mercado, quizá no había señales. O la señal fue que no había señal y que teníamos que ir al Prenzlauer Berg.
Nos bajamos en la estación de ese nombre y nos encontramos con más aire, más amplitud para vagabundear. Excelente, eso siempre es bienvenido. ¿Qué vemos? Gente en las veredas, charlando, bebiendo, riendo, fumando; una iglesia más moderna; casas con placas que tienen los nombres de los deportados; un cementerio cerrado. Está bien, esto es Berlín y, por más que construyan sobre el horroroso pasado, las vidas truncadas tienen la eterna misión de no permitir nuestro olvido. Así que, del mismo modo en que paseamos por San Telmo y cada vez más nos enfrentamos con las placas recordatorias de nuestro propio y horroroso pasado, podemos detenernos aquí para tomar un helado; una cosa no quita la otra. Aceptar un placer no significa desviarse del irremediable pasado ni del presente y el futuro de los que somos parte comprometida.  
                         

Desde que empezamos el viaje teníamos ganas de tomarnos un helado; es curioso que algo tan simple haya sido tan postergado; no sé por qué nunca encontramos el momento. I lo recuerda y propone que este es el momento; estoy absolutamente de acuerdo. Nos sentamos cinco minutos para volver a levantarnos y seguir saboreándolo junto con el paseo; yo me alimentaría casi exclusivamente de helados. Nos saludamos con compañeros de viaje y continuamos la marcha: los negocios de venta de ropa y accesorios están cerrados, me quedo con las ganas de un anillo, me doy cuenta de que no tengo ninguno de esta ciudad, quizá mañana pueda solucionarlo. ¿Por qué Berlín, con toda su densidad histórica y con un idioma que no conozco, me parece tan poco ajena? ¿Por qué la siento tan cercana? ¿Por qué puedo imaginarme perfectamente viviendo una temporada aquí? Es posible que se deba a su arquitectura, a su trazado, a su amplitud. Este Prenzlauer Berg, el Kreuzberg y el barrio por el que anduvimos la otra noche con C, cerca de nuestro hotel, son lugares en los que podría vivir un tiempo. Tendría que conocer un poco a los alemanes, pero las cosas que nos cuentan de los berlineses son bastante diferentes al estereotipo que tenemos de ellos algunos porteños. Hace cuatro años que C vive aquí, después de haberlo hecho en Barcelona y, si bien este no fue un destino elegido sino producto de las circunstancias de su vida, él sostiene que es un buen lugar. Todo es hipotético en mi caso, pero siempre que viajo hago el ejercicio de fantasear mi vida en ese lugar circunstancial: imaginarme viviendo allí unos meses es como la medida de mi aceptación o rechazo. Es como una prueba a la que someto a la ciudad.
Por más que exprimamos el día, llega una hora, un momento en que se termina. Hay tantos bares y restaurantes tentadores para elegir en esta especie de Palermo que damos vueltas buscando uno que reúna la mayor cantidad de cosas que nos gustan. Nos decidimos por uno italiano –vaya gracia- porque tiene cómodos sillones en una calle por la que no pasan muchos autos que nos molesten con su ruido, buena música y una carta sugestiva. Con el abrigo liviano que trajimos se está perfecto…pero con la lluvia no hay manera, nos obliga a entrar. Me recupero del cambio de escenario y, para empezar, me tomo un trago. Nuestra anteúltima cena en Berlín y solo con berlineses es la mejor manera de ir terminando el día.

Berlín, 28 de julio de 2012

Es cierto, quedó tanto por recorrer, pero cuánto me llevo, mucho más de lo escrito, mucho más de lo que aprisionan mi valija y mi conciencia. Observo caras, calculo edades y arriesgo historias: ¿cómo era la vida de esa mujer antes de 1989?; ese hombre muy mayor, ¿será algún Michael marcado por una historia de amor y horror como la vivida por el protagonista de El lector?; esos que van ahí son muy jóvenes, ¿qué hacen ante tamaña herencia? Cada vez que mire mis fotos y elija un anillo de entre los que hoy compré y los que llevo de Praga, como en un animé, la narración de mis días de julio de este 2012 comenzará a desplegarse ante mis ojos y mi corazón desbocado.
Es curioso, hoy recordé la primera vez que salí de viaje a otro país: tenía veinte años y me iba a Brasil con mis amigos. Recordé cuánto me había costado convencer a mi madre recientemente viuda, en general temerosa, y asustada por el peso de la responsabilidad no compartida. Su cara de risa nerviosa no se me borró, pero tampoco se me olvida su  sonrisa de felicidad cuando estuve de vuelta, sana y salva, esa vez y todas las que siguieron a través de los años, sin importar con quién me iba ni mi edad. Quizá recuerde aquello simplemente porque me gustaría que Berlín me retuviera un poco más. Apenas empezamos a conocernos.
Es cierto, también, que me siento dichosa y centrifugada por este viaje, con la convicción de que habrá otro que partirá de este único. Entonces podré detenerme en todas y cada una de las imágenes del Altar de Pérgamo, que vimos ayer, y trataré de descifrar la expresión de Nefertiti, antes de que las miradas de los turistas que la visitan en el Nuevo Museo terminen gastándola. Haber visto solo dos de los cinco museos de la Isla no es lo que más lamento, sino haber dejado calles y barrios impregnados e impregnantes. Ayer, cuando salimos del Pergamon llovía tupido, esperamos un rato a que parara, con la intención de hacer un paseo más hasta la hora de la cena con el grupo, pero no paraba. Entonces I me dijo: “ya está, para mí el viaje terminó”. Como si hubiera recibido una inevitable y mala noticia, yo me quedé helada y balbuceando que no, que nos quedaba una mañana. Me sentí como el perro que retiene entre los dientes una pelota o su objeto favorito, se acerca en guardia, con la expresión concentrada en los ojos,  y no lo suelta por más que la mano de su amo haga fuerza para sacárselo.
                                     
                

Cenamos ayer todos juntos, nos fotografiamos, brindamos y, hoy, después de hacer compras a las corridas y de asfixiar valijas, suelto mi tesoro, igual que el perro suelta su ofrenda en un acto de amor. Solo se trata, ahora, de saber cuándo hay que volver a apretarlo fuerte entre los dientes.     

Gabriela Frontini
  Berlín, 30 de julio de 2012


 

Berlín III: La vida de los otros


Berlín III / La vida de los otros
Antes de empezar este viaje tenía dos ideas fijas en relación con Berlín: llegar hasta lo que fueron los cuarteles generales de la Stasi y caminar por la  avenida Karl Marx.
Se podrá tener muy o poco desarrollado el sentido de realidad, pero todo aquel que viaja con angurria se muestra optimista, hace grandes planes y se desentiende por completo de que son veinticuatro la cantidad de horas que conforman un día: veinticuatro inflexibles y déspotas horas.
Cuando el día arranca todo parece abarcable: salimos de la cama -de esa especie de bolsa que arman con las sábanas en los hoteles-, tomamos varias tazas de café y allá vamos. Al mediodía unos tragos de cerveza sirven de antídoto contra los horrores del nazismo, nos habilitan para seguir. Tenemos que estar de vuelta en el hotel a las siete de la tarde para encontrarnos con C, un psicoanalista argentino que vive aquí desde hace cuatro años. Mi propuesta soviética no entusiasma demasiado a I: los antiguos cuarteles no están cerca y para qué quiero yo verlos si, según le dije, no tienen nada, apenas unos pocos objetos acompañados de información sólo en alemán. Es que yo quiero estar parada ahí, en la puerta del Centro de Detención Temporal, donde son interrogados los personajes de La vida de los otros; quiero compadecer a Christa-Maria Sieland, la actriz y amada de Georg Dreyman, el escritor y protagonista de la película; quiero ver la oficina desde la cual el teniente coronel Grubitz recibe los ficticios informes del capitán Gerd Wiesler. Es ir demasiado lejos, así que me conformo –por ahora- con visitar la Exposición sobre la Seguridad del Estado de la RDA, que está aquí nomás, en la Ruschestraβe 103.

No es muy grande, pero tiene mucho para ver y leer, en alemán y en inglés…Encuentro un extenso folleto en español; tengo bastante suerte hoy.
Por más de cuarenta años los destinos de los habitantes del este se rigieron bajo el pertinaz y omnisciente ojo de la Stasi. El aparato funcionaba a través de una extensa red de oficinas administrativas: empresas importantes y escuela superiores eran vigiladas con la ayuda de sus propias “oficinas encargadas del inmueble”; oficiales y colaboradores no oficiales se reunían secretamente en los “departamentos conspirativos”. El aparato fue creciendo de modo tal que en 1989 alrededor de 91.000 personas trabajaban exclusivamente para la Seguridad del Estado en cuyo vértice se encontraba Erich Mielke.

Mientras leo se me cruzan las caras de Kempf y Grubitz, ministro y teniente coronel de La vida. Sobre todo por el repertorio de métodos utilizados: violencia física, detenciones arbitrarias, raptos realizados en occidente, conducción de procesos espectáculo y provocación de sentencias judiciales draconianas. En los años setenta, de cara a lograr el reconocimiento internacional, el Ministerio para la Seguridad del Estado (MfS) optó por métodos “silenciosos”, vigilancia preventiva y medidas desmoralizantes: por medio de manipulaciones y rumores deliberados hacia personas o grupos se intentaba generar inseguridad, desacreditar, aislar y criminalizar. Es la historia de Tomás, el personaje de La insoportable levedad del ser, y de muchos otros en las primeras obras de Kundera. Y también en la película cuando vemos el progresivo derrumbe de Jerska, que pasa de ser un venerado dramaturgo a alguien totalmente ignorado; Grubitz explica a Wiesler que nadie le hará nada a Jerska, que él solo se irá consumiendo: deja de dirigir teatro, deja de ser referente para las nuevas generaciones, deja de escribir. Se aísla y, finalmente, se suicida. Esa muerte llevará a Dreyman, acompañado por un grupo de intelectuales, a escribir un artículo a publicar en Alemania Occidental sobre el alto índice de suicidios en la RDA y el ocultamiento desde el Estado.
Vigilar, espiar, intervenir teléfonos, detener, interrogar, no son métodos novedosos, pero su eficacia aumenta si pensamos que el MfS sólo rendía cuentas a la dirección del Partido Socialista Unificado de Alemania. Su omnipresencia es sabida por los habitantes del Este: después de haber entrado en la casa de Dreyman para instalar micrófonos, el capitán Wiesler toca el timbre de la vecina del escritor, le dice el nombre de la hija y le recuerda que si quiere que siga estudiando en la universidad debe callar sobre lo que ha visto. Esta mujer aparece sólo en dos escenas, la mencionada y otra en la que Georg Dreyman recibe de su novia Christa-Maria una corbata para que estrene más tarde en la fiesta de cumpleaños. Georg no quiere admitir que no sabe hacerse el nudo, entonces se le ocurre pedirle a la vecina que lo ayude en la tarea. Es una escena tremendamente conmovedora porque él, que por supuesto ignora que han “intervenido” su casa, le pregunta si es capaz de guardar el secreto de ese simple acto. Él está muy contento y no entiende por qué la señora, con la cual parece tener una buena relación, está a punto de llorar. Me parece una excelente síntesis de los métodos “silenciosos”.
El tema de los colaboradores a lo largo de la historia ha consumido dotaciones de tinteros, pero para mí es una incógnita. Hay distintos grados de colaboración, múltiples motivos y algunos son despreciables. Sin embargo, la perversión de los distintos aparatos es y ha sido tal que me pregunto hasta dónde se puede desmalezar el terreno y con qué autoridad alguien que examina estos casos a la distancia y desde otro contexto puede horrorizarse sin dudar, al menos.
Para entender un poco por qué la cantidad de colaboradores en la RDA aumentó tanto enterémonos de algunos datos que leo: el MfS seleccionaba sus colaboradores de carrera con criterios estrictos (fidelidad política absoluta, prohibición de contacto con Occidente, obligación de guardar reserva, sometimiento a un reglamento riguroso), tenían rangos militares, gozaban de una remuneración superior al promedio y numerosos privilegios. Había familias completas que trabajaban para el MfS.
Y, por otro lado, estaban los colaboradores no oficiales (IM=Inoffizielle Miarbeiter), con la ayuda de los cuales el MfS espiaba a la población, intentaba obtener información sobre la disposición de ánimo y detectar posibles enemigos del Estado. Estos colaboradores estaban infiltrados en círculos oposicionistas y suministraban informaciones íntimas sobre colegas, amigos y condiscípulos. Los motivos para ser un IM eran diversos: iban desde la convicción política y sentido del deber, hasta miedo a represalias. Las cifras son apabullantes: en 1989 la Seguridad del Estado tenía bajo su mando 189.000 IMs, 1 cada 90 ciudadanos, instruidos por “asesores” soviéticos. El MfS cooperaba también con los “órganos hermanos” de los otros países del Pacto de Varsovia.
¿Qué puede ser más terrorífico que sospechar que esa mano que nos sirve amorosamente el café cada mañana, además de ser la de la madre, el hermano o la amiga es la de un IM?
Eso le habrá pasado al actor Ulrich Mühe (el capitán Gerd Wiesler) cuando se enteró de que su esposa durante seis años, la actriz Jenny Grölmann, era una de ellos. El archivo de Grölmann contiene quinientas páginas sobre la información que daba al Estado acerca de sus amigos y colegas. Después de la Reunificación, él -que era un opositor al régimen- se enteró de que había sido vigilado por cuatro colegas de teatro, de los cuales sólo identificó a dos. Y no es ficción, es su vida. Desconozco las circunstancias del caso, quizá tengan algún parentesco con las de Christa-Maria Sieland, un personaje que a mí me despierta compasión más que repudio, y preguntas a las que no les hallo una sola respuesta.

Hacia el final de la película a Dreyman le llega su cuota de verdad: no fue ella la que lo salvó sino el capitán Gerd Wiesler, un personaje que, desde el punto de vista dramático, evoluciona, un hombre que a través de la vigilancia de otras vidas cobra conciencia sobre la pequeñez que contiene la propia. Ya no podrá intentar absorber los aromas de los perseguidos; el gesto de guardar en el frasco el trapo que pasa por el asiento donde estuvo sentado su sospechoso queda en la mueca. El gran hombrecito ha encontrado un objetivo: reescribir la Misión Lazlo, recrear sus escuchas escribiendo informes apócrifos. Es un gran actor, murió poco después de la filmación, por un cáncer de estómago.
Todo lo que veo en esta exposición me recuerda la película. Ahora me toca arrancar a I que mira con ojos incrédulos el contenido del fichero: información sobre 188.000 personas hasta 1987. Dejemos a Georg con esa misma expresión, cuando le traen los archivos del caso “Lazlo”; Karl Marx nos está esperando.





Sin entender demasiado cómo funciona el sistema de transporte tomamos el metro o el tren y bajamos en Alexanderplatz. Sí, ahí está la torre de televisión, pero queremos encontrar la Karl-Marx-Allee. El sol está fuerte y cubre el espacio de este amplio boulevard. Mi primera impresión es de sorpresa porque yo imaginé todo entre marrón y gris; no es para tanto. Es cierto que se ve más “homogéneamente soviético”, pero no siento que vaya a quedar aplastada por un oscuro bloque de hormigón; es más, me resulta muy agradable caminar rodeada de tanto espacio.

Eso sí, me hace sentir pequeña como un muñequito de torta. Me da una especie de emoción y no sé por qué; menos mal que no le cambiaron el nombre a la avenida. De lo que hay que cuidarse especialmente en Berlín es de los ciclistas, amos y señores de la ciudad, no se conforman con las bici sendas, no, lo quieren todo para ellos y aquí en particular atacan por todos los flancos, como el MfS. Ahora entiendo por qué MM insiste tanto con el tema, él creerá que por una suerte de ósmosis o carácter transitivo o cualquier otra de esas expresiones que me enseñaban en la escuela y nunca entendía muy bien qué querían decir, si los porteños nos hacemos ciclistas inmediatamente después nos convertimos en alemanes y él, cual Angela Merkel, conducirá nuestros destinos. Más bien tendría que buscar por el lado de los bigotes, ya que tanto le gustan, cuidándose de no tragárselos; lo mejor sería que le pidiera a Capusotto el de Micky Vainilla. Si llegara a suceder, ni la Stasi nos salvaría. No llamemos a la desgracia.

No tengo idea de cuán larga es esta avenida construida por la República Democrática Alemana, entre 1952 y 1960, pero sé que antes, entre 1949 y 1961, se llamó Stalinallee (¿cómo iba a llamarse si no?) y que fue un estandarte del proyecto de la reconstrucción de Alemania del Este, después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando los ciclistas lo permiten nos paramos a leer los paneles informativos: una vez más me gustaría ser una y miles simultáneamente, de modo de abarcar todo lo que se presenta: el lugar donde estuvo el monumento a Stalin, hoy un vacío apresado entre
rejas; una confitería que exhibe muebles, afiches publicitarios y objetos diversos de aquella época; cada casa de departamentos me parece la de Georg Dreyman y no quiero mirar el asfalto para evitar que Christa-Maria salga enajenada del suyo y atropellada. Cuánto me dolió esa escena y la anterior que es su causa. No me voy a detener porque no quiero direccionar la mirada de aquel que aún no vio esta excelente película; y si los que la vieron no la recuerdan, búsquenla ya mismo. Pienso ahora que esa terrible escena es la única que reúne a todos los personajes, con su dolor, su miseria, su grandeza, su ambigüedad, según el caso.










Casi con el último aliento llegamos, claro, a la estatua de Karlitos Marx: la imagen es la que todos conocemos. Después de las consabidas fotos nos despedimos para desandar el camino.
En el camino, como un merecido premio, surge una suerte de almacén de cervezas, decidimos dos compras: una para llevar y otra para consumir en el momento. Todo estaba bien, hasta que I recuerda que quiere una cerveza originaria de no sé qué ignoto pueblo, con un nombre que empieza con M y cuya pronunciación es incomprensible para el dueño del local que, a su vez, arroja otros nombres que comienzan con la misma consonante. Adentro y afuera hay sólo alegres hombres. Bebemos con ansia y yo propongo sacar fotos adentro, porque el sitio es bien simpático: un hombre sale literalmente tambaleándose; el dueño se muestra amable y cooperador en generosas dosis, se propone con actos más que con palabras para posar a mi lado; lo acepto, al mismo tiempo que practico el arte del esquive. Al fin de cuentas, hoy logré hacer las dos cosas que más deseaba desde antes de partir de Buenos Aires.


                                                                                     
                                                                                                    Gabriela Frontini
Berlín, 27 de julio de 2012
                                                                                                                                                                                                                                                                                 
                                                                                 





























































Berlín II: Los frutos de la serpiente
Como en todas estas ciudades, sus habitantes aprovechan los beneficios del sol retaceado durante diez meses de frío y oscuridad. Es una mañana prometedora, todo lo prometedora que puede ser si estamos dispuestos a leer con nuestros sentidos algunos de los capítulos de esta inagotable Berlín.
Caminamos en grupo con el guía local, llegamos a Wilhemstrasse y Vostrasse, nos paramos delante de una especie de monoblock de la era soviética: ahí al lado no hay nada, nada más y nada menos que el lugar en el que se encontraba el bunker de Hitler, donde supuestamente se suicidó en abril de 1945. Sólo vemos el vacío y un cartel del museo Topografía del Terror que indica que allí se encontraba hasta 1945 la Cancillería del Reich. Nos cuentan que en 1947 fue dinamitado por soldados soviéticos (sólo la parte superior) y que así se dejó para evitar que los neonazis lo utilizaran como lugar de encuentro. Esta zona era conocida como el barrio del gobierno nazi: cuarteles de las SS, edificios con calabozos se convirtieron en 1997 en una exposición al aire libre. Al otro lado de esta calle se encuentra el edificio del Ministerio de las Fuerzas Aéreas, RLM, organización encargada de diseñar y construir aviones, entre 1933 y 1945.
                                        

No muy lejos de la Puerta de Brandenburgo, casi tres mil estelas de hormigón conforman el Memorial al Holocausto, son grises, de distintos tamaños pero inmensas: 19.073 metros cuadrados. No sé cuántos proyectos se presentaron, este de Peter Eisenmann me resulta acertado: llama al grito, primero; y al silencio sobrecogedor, después.
No es el calor lo que hace que nuestro andar sea menos decidido, es el peso de las 2.711 vidas representadas por las estelas. No puedo apartar de mí la misma cantidad de biografías obstruidas.

Los números, con los que suelo guardar una relación de distancia, a veces son nobles o, al menos, cercanos a una parte de la verdad: por ejemplo, el 136 corresponde a la cantidad de personas que conmemora el Memorial de Eberstrasse, por las víctimas que murieron cuando intentaban cruzar el Río Spree para escapar de la RDA. Intentaban pasar al lado occidental nadando y sin ser vistos por las patrullas de los botes y los vigilantes de las torres. Probablemente hayan sido más, las cifras son una convención que encierra posibilidades de vida, proyectos, cotidianeidades y amores truncados: eso es lo que cuenta.
Creo que eran siete los puntos de control para pasar de un lado a otro. El más conocido es el Checkpoint Charlie, en la Friedrichstrasse, entre el barrio Mitte de Berlín del Este (donde está nuestro hotel) y el barrio Kreuzberg (hoy de los turcos) de Berlín del Oeste. En esa frontera estaban los tanques de los soviéticos y de los EEUU. Era el único punto por el cual los soldados aliados no alemanes, los extranjeros y los diplomáticos podían cruzar a pie o en coche. Conseguir un pase para ingresar en el Este era relativamente fácil, no así lo contrario. En 1961, a partir del momento en que la RDA restringió la entrada a los miembros de las fuerzas armadas norteamericanas, los tanques de la Unión Soviética y de los EEUU se apostaron allí, prestos para lo que fuera. Hoy vemos una réplica de la caseta y “soldados” prestos para posar con el turista de turno.

Circulan mitos y leyendas acerca de los Juegos Olímpicos de 1936. El Olympiastadion, que está cerca del Palacio de Charlottenburg -que hoy pasamos de largo para quizá volver mañana- luce su última renovación de comienzos de este siglo. Debe ser el único que encierra la verdad sobre los Juegos de 1936: con anterioridad al nazismo se había elegido este lugar como sede de las olimpíadas; Hitler había ordenado que se quitaran de la ciudad todos los carteles antisemitas, ya que no quería dar una mala imagen de cara a los extranjeros; así se hizo. Cuentan, también, que los alemanes vieron una magnífica ocasión para mostrar la superioridad de la raza aria, con sus atletas vigorosos y blondos. El estadio estaba repleto en el día de la inauguración y, claro, el Primer nazi allí estaba. La famosa leyenda es sobre el talentoso atleta, el afro estadounidense Jesse Owens, y, como tal, “inferior”, según las concepciones nazis. Cuando obtuvo la medalla de oro en la carrera de los 100 metros, Hitler se negó a entregársela y se dice que murmuró que los americanos deberían tener vergüenza de sí mismos al dejar competir a un “negro” por ellos. Sin embargo, otras versiones dicen que H lo saludó en privado,  pero sólo por consejo de sus ministros al constatar que se habían retrasado mucho los juegos, el primer día, cuando H había saludado a los ganadores. Por otro lado, está la versión de Owens confirmando el saludo en privado y manifestando que se sintió mejor en Berlín, donde fue ovacionado, firmó cantidades de autógrafos y se instaló en un hotel de blancos, que en su propio país, pues en este no podía asistir a ningún lugar de blancos, ni gozar de los mismos derechos, debido a la segregación racial. Ni siquiera fue recibido en la Casa Blanca, ni saludado por Roosevelt, a pesar de haber ganado cuatro medallas de oro. Es más, en su biografía cuenta que terminó ganándose la vida en competencias absurdas con galgos y motociclistas.

Si Hitler dijo lo que dijo, lo saludó o no, no agrega nada a su manchada foja de genocida, pero los derroteros de los negros en el País del Norte, y el de Jesse como muestra, indican cuán lejos están los estadounidenses de la apertura y la tolerancia: -100 en el terreno de la junquicidad.

Gabriela Frontini
Berlín, 27 de julio de 2012