Berlín III: La vida de los otros
Berlín III / La vida de los otros
Antes de empezar este viaje tenía dos ideas fijas en relación con Berlín: llegar hasta lo que fueron los cuarteles generales de la Stasi y caminar por la avenida Karl Marx.
Se podrá tener muy o poco desarrollado el sentido de realidad, pero todo aquel que viaja con angurria se muestra optimista, hace grandes planes y se desentiende por completo de que son veinticuatro la cantidad de horas que conforman un día: veinticuatro inflexibles y déspotas horas.
Cuando el día arranca todo parece abarcable: salimos de la cama -de esa especie de bolsa que arman con las sábanas en los hoteles-, tomamos varias tazas de café y allá vamos. Al mediodía unos tragos de cerveza sirven de antídoto contra los horrores del nazismo, nos habilitan para seguir. Tenemos que estar de vuelta en el hotel a las siete de la tarde para encontrarnos con C, un psicoanalista argentino que vive aquí desde hace cuatro años. Mi propuesta soviética no entusiasma demasiado a I: los antiguos cuarteles no están cerca y para qué quiero yo verlos si, según le dije, no tienen nada, apenas unos pocos objetos acompañados de información sólo en alemán. Es que yo quiero estar parada ahí, en la puerta del Centro de Detención Temporal, donde son interrogados los personajes de La vida de los otros; quiero compadecer a Christa-Maria Sieland, la actriz y amada de Georg Dreyman, el escritor y protagonista de la película; quiero ver la oficina desde la cual el teniente coronel Grubitz recibe los ficticios informes del capitán Gerd Wiesler. Es ir demasiado lejos, así que me conformo –por ahora- con visitar la Exposición sobre la Seguridad del Estado de la RDA, que está aquí nomás, en la Ruschestraβe 103.
No es muy grande, pero tiene mucho para ver y leer, en alemán y en inglés…Encuentro un extenso folleto en español; tengo bastante suerte hoy.
Por más de cuarenta años los destinos de los habitantes del este se rigieron bajo el pertinaz y omnisciente ojo de la Stasi. El aparato funcionaba a través de una extensa red de oficinas administrativas: empresas importantes y escuela superiores eran vigiladas con la ayuda de sus propias “oficinas encargadas del inmueble”; oficiales y colaboradores no oficiales se reunían secretamente en los “departamentos conspirativos”. El aparato fue creciendo de modo tal que en 1989 alrededor de 91.000 personas trabajaban exclusivamente para la Seguridad del Estado en cuyo vértice se encontraba Erich Mielke.
Mientras leo se me cruzan las caras de Kempf y Grubitz, ministro y teniente coronel de La vida. Sobre todo por el repertorio de métodos utilizados: violencia física, detenciones arbitrarias, raptos realizados en occidente, conducción de procesos espectáculo y provocación de sentencias judiciales draconianas. En los años setenta, de cara a lograr el reconocimiento internacional, el Ministerio para la Seguridad del Estado (MfS) optó por métodos “silenciosos”, vigilancia preventiva y medidas desmoralizantes: por medio de manipulaciones y rumores deliberados hacia personas o grupos se intentaba generar inseguridad, desacreditar, aislar y criminalizar. Es la historia de Tomás, el personaje de La insoportable levedad del ser, y de muchos otros en las primeras obras de Kundera. Y también en la película cuando vemos el progresivo derrumbe de Jerska, que pasa de ser un venerado dramaturgo a alguien totalmente ignorado; Grubitz explica a Wiesler que nadie le hará nada a Jerska, que él solo se irá consumiendo: deja de dirigir teatro, deja de ser referente para las nuevas generaciones, deja de escribir. Se aísla y, finalmente, se suicida. Esa muerte llevará a Dreyman, acompañado por un grupo de intelectuales, a escribir un artículo a publicar en Alemania Occidental sobre el alto índice de suicidios en la RDA y el ocultamiento desde el Estado.
Vigilar, espiar, intervenir teléfonos, detener, interrogar, no son métodos novedosos, pero su eficacia aumenta si pensamos que el MfS sólo rendía cuentas a la dirección del Partido Socialista Unificado de Alemania. Su omnipresencia es sabida por los habitantes del Este: después de haber entrado en la casa de Dreyman para instalar micrófonos, el capitán Wiesler toca el timbre de la vecina del escritor, le dice el nombre de la hija y le recuerda que si quiere que siga estudiando en la universidad debe callar sobre lo que ha visto. Esta mujer aparece sólo en dos escenas, la mencionada y otra en la que Georg Dreyman recibe de su novia Christa-Maria una corbata para que estrene más tarde en la fiesta de cumpleaños. Georg no quiere admitir que no sabe hacerse el nudo, entonces se le ocurre pedirle a la vecina que lo ayude en la tarea. Es una escena tremendamente conmovedora porque él, que por supuesto ignora que han “intervenido” su casa, le pregunta si es capaz de guardar el secreto de ese simple acto. Él está muy contento y no entiende por qué la señora, con la cual parece tener una buena relación, está a punto de llorar. Me parece una excelente síntesis de los métodos “silenciosos”.
El tema de los colaboradores a lo largo de la historia ha consumido dotaciones de tinteros, pero para mí es una incógnita. Hay distintos grados de colaboración, múltiples motivos y algunos son despreciables. Sin embargo, la perversión de los distintos aparatos es y ha sido tal que me pregunto hasta dónde se puede desmalezar el terreno y con qué autoridad alguien que examina estos casos a la distancia y desde otro contexto puede horrorizarse sin dudar, al menos.
Para entender un poco por qué la cantidad de colaboradores en la RDA aumentó tanto enterémonos de algunos datos que leo: el MfS seleccionaba sus colaboradores de carrera con criterios estrictos (fidelidad política absoluta, prohibición de contacto con Occidente, obligación de guardar reserva, sometimiento a un reglamento riguroso), tenían rangos militares, gozaban de una remuneración superior al promedio y numerosos privilegios. Había familias completas que trabajaban para el MfS.
Y, por otro lado, estaban los colaboradores no oficiales (IM=Inoffizielle Miarbeiter), con la ayuda de los cuales el MfS espiaba a la población, intentaba obtener información sobre la disposición de ánimo y detectar posibles enemigos del Estado. Estos colaboradores estaban infiltrados en círculos oposicionistas y suministraban informaciones íntimas sobre colegas, amigos y condiscípulos. Los motivos para ser un IM eran diversos: iban desde la convicción política y sentido del deber, hasta miedo a represalias. Las cifras son apabullantes: en 1989 la Seguridad del Estado tenía bajo su mando 189.000 IMs, 1 cada 90 ciudadanos, instruidos por “asesores” soviéticos. El MfS cooperaba también con los “órganos hermanos” de los otros países del Pacto de Varsovia.
¿Qué puede ser más terrorífico que sospechar que esa mano que nos sirve amorosamente el café cada mañana, además de ser la de la madre, el hermano o la amiga es la de un IM?
Eso le habrá pasado al actor Ulrich Mühe (el capitán Gerd Wiesler) cuando se enteró de que su esposa durante seis años, la actriz Jenny Grölmann, era una de ellos. El archivo de Grölmann contiene quinientas páginas sobre la información que daba al Estado acerca de sus amigos y colegas. Después de la Reunificación, él -que era un opositor al régimen- se enteró de que había sido vigilado por cuatro colegas de teatro, de los cuales sólo identificó a dos. Y no es ficción, es su vida. Desconozco las circunstancias del caso, quizá tengan algún parentesco con las de Christa-Maria Sieland, un personaje que a mí me despierta compasión más que repudio, y preguntas a las que no les hallo una sola respuesta.
Hacia el final de la película a Dreyman le llega su cuota de verdad: no fue ella la que lo salvó sino el capitán Gerd Wiesler, un personaje que, desde el punto de vista dramático, evoluciona, un hombre que a través de la vigilancia de otras vidas cobra conciencia sobre la pequeñez que contiene la propia. Ya no podrá intentar absorber los aromas de los perseguidos; el gesto de guardar en el frasco el trapo que pasa por el asiento donde estuvo sentado su sospechoso queda en la mueca. El gran hombrecito ha encontrado un objetivo: reescribir la Misión Lazlo, recrear sus escuchas escribiendo informes apócrifos. Es un gran actor, murió poco después de la filmación, por un cáncer de estómago.
Todo lo que veo en esta exposición me recuerda la película. Ahora me toca arrancar a I que mira con ojos incrédulos el contenido del fichero: información sobre 188.000 personas hasta 1987. Dejemos a Georg con esa misma expresión, cuando le traen los archivos del caso “Lazlo”; Karl Marx nos está esperando.
Sin entender demasiado cómo funciona el sistema de transporte tomamos el metro o el tren y bajamos en Alexanderplatz. Sí, ahí está la torre de televisión, pero queremos encontrar la Karl-Marx-Allee. El sol está fuerte y cubre el espacio de este amplio boulevard. Mi primera impresión es de sorpresa porque yo imaginé todo entre marrón y gris; no es para tanto. Es cierto que se ve más “homogéneamente soviético”, pero no siento que vaya a quedar aplastada por un oscuro bloque de hormigón; es más, me resulta muy agradable caminar rodeada de tanto espacio.
Eso sí, me hace sentir pequeña como un muñequito de torta. Me da una especie de emoción y no sé por qué; menos mal que no le cambiaron el nombre a la avenida. De lo que hay que cuidarse especialmente en Berlín es de los ciclistas, amos y señores de la ciudad, no se conforman con las bici sendas, no, lo quieren todo para ellos y aquí en particular atacan por todos los flancos, como el MfS. Ahora entiendo por qué MM insiste tanto con el tema, él creerá que por una suerte de ósmosis o carácter transitivo o cualquier otra de esas expresiones que me enseñaban en la escuela y nunca entendía muy bien qué querían decir, si los porteños nos hacemos ciclistas inmediatamente después nos convertimos en alemanes y él, cual Angela Merkel, conducirá nuestros destinos. Más bien tendría que buscar por el lado de los bigotes, ya que tanto le gustan, cuidándose de no tragárselos; lo mejor sería que le pidiera a Capusotto el de Micky Vainilla. Si llegara a suceder, ni la Stasi nos salvaría. No llamemos a la desgracia.
No tengo idea de cuán larga es esta avenida construida por la República Democrática Alemana, entre 1952 y 1960, pero sé que antes, entre 1949 y 1961, se llamó Stalinallee (¿cómo iba a llamarse si no?) y que fue un estandarte del proyecto de la reconstrucción de Alemania del Este, después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando los ciclistas lo permiten nos paramos a leer los paneles informativos: una vez más me gustaría ser una y miles simultáneamente, de modo de abarcar todo lo que se presenta: el lugar donde estuvo el monumento a Stalin, hoy un vacío apresado entre
rejas; una confitería que exhibe muebles, afiches publicitarios y objetos diversos de aquella época; cada casa de departamentos me parece la de Georg Dreyman y no quiero mirar el asfalto para evitar que Christa-Maria salga enajenada del suyo y atropellada. Cuánto me dolió esa escena y la anterior que es su causa. No me voy a detener porque no quiero direccionar la mirada de aquel que aún no vio esta excelente película; y si los que la vieron no la recuerdan, búsquenla ya mismo. Pienso ahora que esa terrible escena es la única que reúne a todos los personajes, con su dolor, su miseria, su grandeza, su ambigüedad, según el caso.
Casi con el último aliento llegamos, claro, a la estatua de Karlitos Marx: la imagen es la que todos conocemos. Después de las consabidas fotos nos despedimos para desandar el camino.
En el camino, como un merecido premio, surge una suerte de almacén de cervezas, decidimos dos compras: una para llevar y otra para consumir en el momento. Todo estaba bien, hasta que I recuerda que quiere una cerveza originaria de no sé qué ignoto pueblo, con un nombre que empieza con M y cuya pronunciación es incomprensible para el dueño del local que, a su vez, arroja otros nombres que comienzan con la misma consonante. Adentro y afuera hay sólo alegres hombres. Bebemos con ansia y yo propongo sacar fotos adentro, porque el sitio es bien simpático: un hombre sale literalmente tambaleándose; el dueño se muestra amable y cooperador en generosas dosis, se propone con actos más que con palabras para posar a mi lado; lo acepto, al mismo tiempo que practico el arte del esquive. Al fin de cuentas, hoy logré hacer las dos cosas que más deseaba desde antes de partir de Buenos Aires.
Gabriela Frontini
Berlín, 27 de julio de 2012
2 comentarios:
Hola Gabriela, soy Ricardo, uno de los Eternautas. Romina me pasó tu blog y empecé por este post. Me encanta como escribis y ese ida y vuelta que haces entre el cine y la realidad. Ahí en la Karl Marx Alle está la librería de "La vida de los otros", esa que aparece al final de la peli. Espero que la hayas podido visitar, la incluímos entre las sugerencias. Bueno, sigo leyendo.
Ah, yo me fui con el tercer grupo del 2012 y armé una suerte de blog colectivo en el que algunos viajeros también aprtaron fotos. Te lo paso, aunque tengo fotos que cargarle todavía http://mitteleuropa2012.tumblr.com/
saludos
R
Gracias, Ricardo, por tus comentarios. ¡Ay, ay, ay, no fui a la librería! Será la próxima vez, siempre pienso así.Lo dije y repito: los felicito a ustedes, Eternautas. Y, claro, voy a sumergirme en el blog colectivo.
Hasta la próxima.
Gabriela
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