domingo, 4 de noviembre de 2012


Berlín II: Los frutos de la serpiente
Como en todas estas ciudades, sus habitantes aprovechan los beneficios del sol retaceado durante diez meses de frío y oscuridad. Es una mañana prometedora, todo lo prometedora que puede ser si estamos dispuestos a leer con nuestros sentidos algunos de los capítulos de esta inagotable Berlín.
Caminamos en grupo con el guía local, llegamos a Wilhemstrasse y Vostrasse, nos paramos delante de una especie de monoblock de la era soviética: ahí al lado no hay nada, nada más y nada menos que el lugar en el que se encontraba el bunker de Hitler, donde supuestamente se suicidó en abril de 1945. Sólo vemos el vacío y un cartel del museo Topografía del Terror que indica que allí se encontraba hasta 1945 la Cancillería del Reich. Nos cuentan que en 1947 fue dinamitado por soldados soviéticos (sólo la parte superior) y que así se dejó para evitar que los neonazis lo utilizaran como lugar de encuentro. Esta zona era conocida como el barrio del gobierno nazi: cuarteles de las SS, edificios con calabozos se convirtieron en 1997 en una exposición al aire libre. Al otro lado de esta calle se encuentra el edificio del Ministerio de las Fuerzas Aéreas, RLM, organización encargada de diseñar y construir aviones, entre 1933 y 1945.
                                        

No muy lejos de la Puerta de Brandenburgo, casi tres mil estelas de hormigón conforman el Memorial al Holocausto, son grises, de distintos tamaños pero inmensas: 19.073 metros cuadrados. No sé cuántos proyectos se presentaron, este de Peter Eisenmann me resulta acertado: llama al grito, primero; y al silencio sobrecogedor, después.
No es el calor lo que hace que nuestro andar sea menos decidido, es el peso de las 2.711 vidas representadas por las estelas. No puedo apartar de mí la misma cantidad de biografías obstruidas.

Los números, con los que suelo guardar una relación de distancia, a veces son nobles o, al menos, cercanos a una parte de la verdad: por ejemplo, el 136 corresponde a la cantidad de personas que conmemora el Memorial de Eberstrasse, por las víctimas que murieron cuando intentaban cruzar el Río Spree para escapar de la RDA. Intentaban pasar al lado occidental nadando y sin ser vistos por las patrullas de los botes y los vigilantes de las torres. Probablemente hayan sido más, las cifras son una convención que encierra posibilidades de vida, proyectos, cotidianeidades y amores truncados: eso es lo que cuenta.
Creo que eran siete los puntos de control para pasar de un lado a otro. El más conocido es el Checkpoint Charlie, en la Friedrichstrasse, entre el barrio Mitte de Berlín del Este (donde está nuestro hotel) y el barrio Kreuzberg (hoy de los turcos) de Berlín del Oeste. En esa frontera estaban los tanques de los soviéticos y de los EEUU. Era el único punto por el cual los soldados aliados no alemanes, los extranjeros y los diplomáticos podían cruzar a pie o en coche. Conseguir un pase para ingresar en el Este era relativamente fácil, no así lo contrario. En 1961, a partir del momento en que la RDA restringió la entrada a los miembros de las fuerzas armadas norteamericanas, los tanques de la Unión Soviética y de los EEUU se apostaron allí, prestos para lo que fuera. Hoy vemos una réplica de la caseta y “soldados” prestos para posar con el turista de turno.

Circulan mitos y leyendas acerca de los Juegos Olímpicos de 1936. El Olympiastadion, que está cerca del Palacio de Charlottenburg -que hoy pasamos de largo para quizá volver mañana- luce su última renovación de comienzos de este siglo. Debe ser el único que encierra la verdad sobre los Juegos de 1936: con anterioridad al nazismo se había elegido este lugar como sede de las olimpíadas; Hitler había ordenado que se quitaran de la ciudad todos los carteles antisemitas, ya que no quería dar una mala imagen de cara a los extranjeros; así se hizo. Cuentan, también, que los alemanes vieron una magnífica ocasión para mostrar la superioridad de la raza aria, con sus atletas vigorosos y blondos. El estadio estaba repleto en el día de la inauguración y, claro, el Primer nazi allí estaba. La famosa leyenda es sobre el talentoso atleta, el afro estadounidense Jesse Owens, y, como tal, “inferior”, según las concepciones nazis. Cuando obtuvo la medalla de oro en la carrera de los 100 metros, Hitler se negó a entregársela y se dice que murmuró que los americanos deberían tener vergüenza de sí mismos al dejar competir a un “negro” por ellos. Sin embargo, otras versiones dicen que H lo saludó en privado,  pero sólo por consejo de sus ministros al constatar que se habían retrasado mucho los juegos, el primer día, cuando H había saludado a los ganadores. Por otro lado, está la versión de Owens confirmando el saludo en privado y manifestando que se sintió mejor en Berlín, donde fue ovacionado, firmó cantidades de autógrafos y se instaló en un hotel de blancos, que en su propio país, pues en este no podía asistir a ningún lugar de blancos, ni gozar de los mismos derechos, debido a la segregación racial. Ni siquiera fue recibido en la Casa Blanca, ni saludado por Roosevelt, a pesar de haber ganado cuatro medallas de oro. Es más, en su biografía cuenta que terminó ganándose la vida en competencias absurdas con galgos y motociclistas.

Si Hitler dijo lo que dijo, lo saludó o no, no agrega nada a su manchada foja de genocida, pero los derroteros de los negros en el País del Norte, y el de Jesse como muestra, indican cuán lejos están los estadounidenses de la apertura y la tolerancia: -100 en el terreno de la junquicidad.

Gabriela Frontini
Berlín, 27 de julio de 2012


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