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Berlín
Berlín
Cambio absoluto: el centro desde el cual el cerebro monstruoso pergeñó la aniquilación del resto de Europa impacta visualmente por su absoluta disidencia con las ciudades que dejamos atrás.
Después de instalarnos, lo primero que hacemos es ir caminando hasta Postdamer Platz, un espacio futurista, reconstruido luego de la Reunificación. El Sony Center domina el panorama: edificios de oficinas y viviendas, restaurantes, cines y el museo Filmhaus, donde se hace la Berlinale; en el piso hay una estrella con el nombre Marlene Dietrech; esto ya me entusiasma. Un poco desencajados aún nos disponemos a cenar y cargar baterías para sumergirnos al día siguiente en nuestra última ciudad.
Todo es tan amplio que toco mi anillo de viaje y me pregunto si alcanzará para ahuyentar los peligros en el cosmos. Creo que sí, creo que ambos estaremos a salvo y que él volverá a Buenos Aires, a las manos de mi hermana C y que ella lo guardará hasta mi próximo viaje. Nunca lo uso en otras circunstancias.
Me cuesta internalizar la idea de una ciudad dividida: veo por todos lados las marcas en el piso (166 km de longitud), veo los famosos restos del Muro llenos de graffitis (1,3 km de largo en memoria a la libertad), veo fotos antiguas, veo acá mismo lo que tantas veces vi en la televisión y en el cine; aun así me cuesta, no creerlo, todo lo contrario, sino imaginar la marca persistente en las vidas de los alemanes. Siento incomodidad, algo parecido al pudor, como si recorrer estos sitios, y hacerlo del mismo modo en que se visita un museo, fuera una impertinencia. Me detengo en una parte del Muro, frente a la pintura del beso entre Brezhnev y Honecker, trato de imaginar el momento en que el ministro de propaganda de Alemania del Este, Günther Schabowski, durante una rueda de prensa, el 9 de noviembre de 1989, recibe una nota con las nuevas reglamentaciones sobre el visado que permitirá a los habitantes del Este viajar a la Alemania Federal. Miles de alemanes del Este siguen las noticias por la televisión: los periodistas preguntan al ministro cuándo entrarán en vigor dichas reglamentaciones y este, al no encontrar ninguna fecha entre sus papeles, contesta “Desde este momento.” Esos miles corren a los puestos de control solicitando el acceso a la zona occidental; los soldados no están al tanto de las novedades y no saben si tomar por el camino de la obediencia debida o permitir el acceso: abren las barreras. ¿Cuánto tiempo lleva deshacer veintiocho años de escisión?
Ahora, este ahora de mi marcha y escritura, se detiene el 3 de octubre de 1990, en el Reichstag, allí se firma la Reunificación de Alemania. Pero es necesario ir más atrás: un mes después de que Hitler fuera nombrado Reichscanciller, el edificio fue incendiado por un holandés o por los mismos nazis. La segunda versión suena más creíble, ya que el suceso fue utilizado por los nazis como perfecta coartada para aterrorizar y encarcelar a sus oponentes, entre los cuales se encontraban varios miembros parlamentarios. Como testimonio de una de las miles de ferocidades del nazismo quedaron las 96 Placas Conmemorativas, una por cada uno de los miembros del Bundestag que fueron asesinados por sus opiniones políticas contrarias al régimen.
El edificio, lo que quedó de él, sin embargo, siguió en pie: en 1945, cuando el Ejército Rojo entró a Berlín, sus sólidos muros hicieron de fortaleza y resistieron el fuego de la artillería, hasta que un mes después sus paredes cayeron. En el tejado se izó la bandera con la hoz y el martillo. Posteriormente, la zona de las ruinas del Reichstag fue el escenario de todo tipo de manifestaciones: en 1948, cuando empezó el bloqueo soviético, fue el lugar en que la gente se reunió para escuchar al alcalde Ernest Reuter pedir al mundo que no abandonara la ciudad ni a sus habitantes. La construcción del Muro, en 1961, al este del Reichstag lo separó del centro de Berlín. Diez años después, el interior fue habilitado nuevamente, pero los soviéticos no quisieron que el Parlamento de Alemania Occidental sesionara allí; en cambio abrieron la exposición Preguntas a la Historia Alemana, parada obligatoria de los escolares del oeste. Después de la Reunificación los alemanes no se ponían de acuerdo en rehabilitar ese lugar que se había convertido en un símbolo importante y demasiado cargado de los aspectos más oscuros del país. Siguieron duros debates: el 20 de junio de 1991, el Bundestag decidió el traslado de la capital, de Bonn a Berlín; en 1992 Norman Foster ganó el concurso para la reconstrucción del Reichstag. Se demolió el interior del edificio y se conservaron las paredes exteriores como recuerdo del pasado. En 1995 el artista búlgaro Christo (¡vaya nombre!) empaquetó el edificio en plástico plateado, resistente al fuego; esa nueva imagen cambió la percepción de los alemanes. Foster, a pedido del gobierno, agregó una cúpula, con la condición de que fuera diferente a la original: un espacio abierto a los visitantes. Se trata de una cúpula de cristal, se puede visitar y apreciar la vista panorámica de la ciudad. No pudimos subir, pero no pierdo las esperanzas.
La historia del Reichstag es tan solo un ejemplo, una mise en abîme de Berlín: cada espacio de esta ciudad es (como) el título de un libro de miles de páginas escritas con sangre, narradas desde una óptica que rechaza lo fantástico, la ciencia-ficción, hasta el policial; nada que se relacione con la ficción, nada que pueda consolar al lector con la tranquilidad de que al cerrar el libro se cierra la mera especulación de algún escritor. Las “cosas” sucedieron y si ingresan en el terreno literario requieren una mano, una cabeza y un alma de un aprendiz de Rodolfo Walsh.
Si necesitamos aflojar los músculos, cerrar los ojos y dejar que ingrese un poco de aire a los pulmones, vayamos a la catedral construida por encargo del emperador Guillermo II, entre fines del siglo XIX y principios del XX. Por supuesto que tiene historia pero, si la ignoramos, podemos pensar que está así desde hace siglos y eso es un alivio: qué suerte caminar por una especie de museo al aire libre, qué distinta es; esto no parece Berlín. El ojo derecho se me escapa al Spree y sus calmas aguas; el izquierdo lee que durante la Segunda Guerra Mundial la Berliner Dom fue dañada por las bombas y que tuvo que esperar hasta fines del siglo XX para ser reconstruida, junto con la cripta que alberga cerca de 100 integrantes de la familia real de los Hohenzollern. Es que algunas reconstrucciones insisten con el original, entonces nos engañamos con el aquí no ha pasado nada. Eso mismo sucede con la Staatsoper (Ópera del Estado): a mediados del siglo XVIII se construyó el edificio de estilo clásico; en 1848 se quemó en su totalidad y se reconstruyó; en 1945 fue destruido por un bombardeo; en 1955 fue reconstruido según el diseño original.
Guillermo II quiso una catedral que representara el protestantismo prusiano de Berlín; Federico el Grande ordenó construir, en 1773, la Catedral de Santa Eduvigis para la minoría católica. Destruida por las bombas en 1943, su reconstrucción terminó en 1963. También tiene una cripta, esta vez con los restos del sacerdote que predicaba contra el nazismo y que fue arrestado y asesinado: Bernhard Lichtenberg.
Siguiendo por Unter den Linden, el boulevard principal, llegamos a la Humboldt Universität. Junto con la Santa Eduvigis y la Ópera, forma parte del llamado Forum Fridericianum y fue fundada en 1809 por Wilhelm H, basada en el principio de la libertad académica. De entre los veintinueve premios Nobel que se graduaron aquí se encuentra Robert Koch (el del bacilo). Otros famosos: Einstein, Marx, Engels, Heine, Fichte…
A pesar de o por estos ilustres, durante el nazismo se quemaron veinte mil libros y se expulsó y asesinó a estudiantes y profesores. En conmemoración se construyó en 1995 el Monumento a la Quema de Libros, en el centro de la Bebelplatz: un cristal en el piso, a través del cual se pueden ver unas estanterías vacías, donde cabría esa cantidad de libros quemados. Hay una placa de bronce con la siguiente cita de Heinrich Heine (1820): “Allí donde se queman libros, finalmente se queman también personas.”
Qué descorazonador es constatar que la brutalidad hizo escuela entre nosotros.
Miro una foto en blanco y negro: la Puerta de Brandenburgo después de la Segunda Guerra. Muy distinta a cómo la vemos hoy en colores, en un día de sol, con turistas que se sacan fotos con los que posan de soldados rusos, norteamericanos… Parece imposible creer que las “Trümmerfrauen”, las mujeres que se dedicaban a recoger y amontonar escombros, hayan trabajado en esa tarea durante años y años de dolor, culpa y miseria en todos los sentidos imaginables. Construida entre 1789 (¡qué año!) y 1791, como arco de triunfo de la capital de Prusia, es la única que queda de las dieciocho que servían como puertas de entrada a la ciudad. Su diseño está inspirado en el Propileo, la puerta de acceso a la Acrópolis de Atenas. Las doce columnas dóricas, repartidas en dos filas, dieron lugar a cinco entradas: las dos laterales para los ciudadanos comunes y las tres centrales para la realeza. Y pensar que en lo alto está coronada por una estatua conocida como la Cuadriga: un carro con cuatro caballos conducidos por la Diosa de la Paz. Y resulta que, hablando de Francia, en 1806 Napoleón se llevó la Cuadriga a París, después de conquistar Berlín. Volvió la Cuadriga aquí y la Diosa de la Paz fue desplazada por la Diosa de la Victoria, y la rama de olivo por una cruz de hierro con un águila, símbolo del poder prusiano. A fines de la Segunda Guerra la Cuadriga…quedó destruida. A mediados de los años 50 Berlín Oeste entregó a Berlín Oriental una copia de la Cuadriga; posteriormente los comunistas le quitaron la cruz y el águila, por considerarlos símbolos fascistas y monárquicos. Con la construcción del Muro la Puerta quedó aislada durante casi treinta años; en 1989 fue lugar de celebración de la Reunificación (creo que esa es la imagen que guarda todo aquel que no era un infante por esa época). Finalmente, ojalá que sí, en el 2000 se restauró la Puerta y se le volvió a colocar la cruz con el águila.
Hace como quince años estuve por conocer esta ciudad; el frío de enero sirvió como aplazamiento; ahora es verano y hace un calor agradable pero insuficiente por momentos para aplacar lo gélido del tórrido escenario.
Gabriela Frontini
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