lunes, 29 de octubre de 2012

Dresden


Dresden
La crueldad es un opio que no puede abandonar quien lo ha probado” (Sándor Márai )

Rumbo a Berlín y antes de llegar a Dresden hacemos un camino bordeando el Río Elba, es muy tranquilizador y bonito: mucho verde, casas tipo alpino a distintas alturas, la cúpula de una iglesia, un castillo a lo lejos. Amaneció nublado, sigue nublado, lo que da al paisaje rasgos fantasmagóricos. No sé a qué prestar atención, al paisaje, a la escritura, a la voz de M leyendo para todos sobre las víctimas de Lídice, después de haber escuchado a G hablar sobre la historia de Europa o a X leyendo fragmentos de Kafka, de un librito llamado Praga, antologado por Luis Gusmán, y que recomiendo porque lo tengo. Sin embargo, el paisaje bucólico queda aniquilado.
Dresden es la antigua capital de Sajonia y, junto con Budapest –creo- es una de las ciudades que más destrucción sufrió. En este caso, no por obra de los alemanes, sino de los aliados, como forma de escarmiento, ya al final de la guerra, como decir: ¿ven lo que pasa? Basta ya. En fin, asumo que es reduccionista de mi parte y me someto a las objeciones. Pero puedo dar fe de lo que vi: una ciudad bombardeada, hecha ruinas y reconstruida posteriormente con la ayuda, más que ayuda, mano de obra, de las mujeres porque, claro, pocos hombres quedaban vivos.
Pasando al terreno de la banalidad, diré que hacía mucho calor y que en un momento confesé a I que ya no quería ver más ciudades por un día, que empezaban a mezclárseme y que súbitamente comenzaba a descender la escalera de la junquicidad en forma estrepitosa. Me costó despedirme de Praga, mucho más de lo que se pueda imaginar. De todos modos, me niego a tener que elegir entre Budapest y Praga, por más que I insista en que me decida por una. ¿Por qué tengo que elegir? ¿Por qué siempre hay que elegir una sola cosa? Lo que sí podría decir, sin dudar, es todo lo que no elegiría. ¿No es suficiente con eso? El calor supongo es una excusa para no amargarme, para que no me asalte el más furibundo de los pesimismos al ver y no poder comprender por qué el ser humano es tan mezquino, imbécil, retorcido y codicioso, por qué se destruye la tierra que habitan los seres que la hacen suya, por qué se matan unos a otros, por qué algunos seres no sólo matan impunemente, sino que se regocijan torturando y sometiendo a sus semejantes a los vejámenes más bestiales.
Decidimos no visitar ningún museo en Dresden, las famosas porcelanas me tienen sin cuidado, mejor dicho pensar en una pastorcita de ese material me repugna, arranco de mi mente la imagen de una serie interminable de piezas blancas y azules, con ese brillo lacerante (no estoy segura de que sean así, pero así las imagino y eso es lo que cuenta). Caminamos, observamos el friso cronológico del imperio y ya mismo decido incorporar a Augusto II al listado de las cosas de las que no quiero volver a oír mencionar: sus favoritas –pobres infelices, diría I-, sus palacios, sus hijos, su fastuosa vida. Comemos unas salchichas y tomamos una cerveza. Resulta que, justo ahora que I logró en Praga tomar café caliente, con la leche a igual temperatura y por separado, tenemos que comenzar a lidiar en pos de un vino blanco y una cerveza fríos, comme il faut. Los rasgos neuróticos marcados se transmiten por contigüidad, la cerveza nunca está demasiado fría y enseguida se calienta; ídem con el vino. Nuevamente en nuestro bus, vemos un video hablado en alemán, sin subtitular, sobre Dresden; es mejor así, las imágenes son suficientemente elocuentes. Quedan aproximadamente doscientos kilómetros para llegar a Berlín. ¿Cuánto se aproximará mi imaginario con la realidad?
                                                                                                                        Gabriela Frontini
                                                                                                                 Miércoles 25 de julio de 2012


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