domingo, 28 de octubre de 2012

Viena

Viena
Aprovecho un tramo del viaje a Český Krumlov para pensar por escrito esta ciudad que dejamos. Sí, es majestuosa, apabullante, imperial, grandilocuente. En rasgos generales, encontré lo que imaginaba, pero: hablando con I acerca de cuán flexibles somos, resulta que una persona conocida nuestra le dice a I que es tan flexible como un junco, tomo el término y, de aquí en más, he decidido pensar en grados de junquicidad. Sentada esta base, diré que volvería a Viena o mejor hubiera sido quedarnos tres días más: aclaro que nunca volvería sin haber estado antes en Budapest una semana, porque decididamente esta última es la que me enamoró. Una cosa es que me resulte interesante y con mucho para hacer y ver y otra es que hayan cautivado mi corazón.

La primera noche, exhaustos los viajeros, nos instalamos en el hotel, de porte imperial, nos cambiamos y fuimos con algunos integrantes del grupo al festival del film que se hace en la plaza en que se encuentra el ayuntamiento, de estilo neogótico, un edificio precioso y que, raro, todavía está sin limpiar; debe haber alguna razón que desconozco, porque aquí hay mucho dinero y ganas de lavar todo. El evento dura unos tres meses y consiste en la proyección de distintos conciertos, en una pantalla delante del mencionado edificio. También hay diferentes puestos de comida de distintas nacionalidades. Todo el mundo, vieneses y extranjeros, circula bebiendo, comiendo, charlando, hasta que comienza la proyección. A nosotros nos tocó un popurrí de duetos de Pavarotti; lo disfrutamos luego de haber comido un plato local que, claro, incluía salchichas, y unas copas de vino; quizás alguna cerveza, ya no recuerdo. Aunque estaba muy cansada, me mantuve paradita, en esa noche ni fría ni calurosa, eso solo ya valió la pena: me gusta mucho el clima que se arma con desconocidos que comparten un evento multitudinario, y la música siempre hace circular buena energía y si una mira a izquierda o derecha se enfrenta nada más que con caras sonrientes. Perdón por Viena, Europa, Pavarotti…pero dejo que irrumpa la felicidad que me estalló la noche de Las Bandas Eternas, las más de cinco horas frente a Spinetta. Que lo digan mis acompañantes si no.

                              
La dinámica general del grupo es salir a la mañana en un recorrido de vistazo y después la tarde libre para que cada uno haga lo que elija. El guía local P es agradable, da bastante información y casi siempre remata con un chiste (evidentemente, en las escuelas de turismo consideran que todos los turistas están ávidos de escuchar chascarrillos entre data y data), pero son tolerables, nunca de mal gusto, yo me voy acostumbrando, mientras subo peldaños por la escalera de la junquicidad. La Ópera es demasiado recargada, sí me gustó ver el otro lado del escenario, es una ciudad en sí mismo, en este momento aprovechan que no hay temporada para refaccionarlo, así que vimos máquinas y aparatos de todo tipo. Cuando es temporada, cada día dan una ópera o un ballet distinto, para que la gente que viene exclusivamente a eso pueda quedarse diez días y ver la misma cantidad de espectáculos, ¿no es maravilloso? Ahora imagínense la perfección de la ingeniería que se requiere para cambiar cada día la  escenografía y todo el armado del evento. La gente de Eternautas, además del itinerario establecido, tienen algunas sorpresas para nosotros: en Budapest fue una cena de bienvenida y el paseo nocturno que ya conté; en Viena tuvimos la visita al espacio de la Secession, un edificio que muestra el friso que Klimt dedicó a Beethoven, en 1902, una verdadera sorpresa muy gratificante. El mural tiene unos treinta y cuatro metros, dedicados a la Novena Sinfonía y, como se puede imaginar hoy, el tratamiento del erotismo le trajo bastantes críticas. Originariamente, estuvo poco tiempo expuesto; en 1973 el gobierno lo compró y en 1986 fue reinstalado aquí, pero en un sitio especial. Este año se cumplen ciento cincuenta del nacimiento de Gustav K, así que la ciudad lo festeja. La Secession se fundó en 1897 por artistas como Kolo Moser, Carl Moll (pintores), Josef Hofmann y Joseph Maria Olbrich (arquitectos), Klimt fue el primer presidente; se trata de un grupo que se fue del Kunstlerhaus,  por considerarlo muy conservador.  Olbrich diseñó el edificio modernista, en 1898, en la entrada tiene el siguiente lema: A cada época su arte, para el arte la libertad. Lástima que no pude sacarle fotos al edificio. Hablando de Klimt, yo no sabía nada de su vida; ya dije lo que me produce su famosa pintura, pero su extensa obra es maravillosa y muy variada, esto lo vimos otro día en el Museo Leopold. Le dedicamos bastante tiempo, vimos su obra, leímos las más de una postales que le enviaba a una de sus mujeres (además tenía tres mujeres), muchas fotos e información sobre su vida. Por ejemplo, el gobierno le había encargado obra para las facultades de Medicina, Leyes y Filosofía; el trabajo le llevó varios años, pero cuando lo terminó se armó gran escándalo por el contenido, hubo sesiones parlamentarias para decidir qué hacer. Decidieron no incorporarlo, pero sí pagarle; Klimt, por su lado, no aceptó el dinero y se llevó su obra: todo un caballero, fiel a sus principios y eso que no tenía dinero y que dedicó años a dicha obra. Tiene un aspecto tan simpático, siempre con su delantal de pintor que, al principio, pensamos con I que era una túnica, QUE ASÍ SE VESTÍA Y YA habíamos elaborado toda una teoría, pero luego nos dimos cuenta de que era su ropa de pintar. Leímos también su rutina de trabajo cuando se fue a pintar a no me acuerdo dónde: todo era disciplina, se levantaba a las seis, aprovechaba la luz hasta las ocho, desayunaba, volvía a pintar, comía algo liviano, volvía a pintar, luego estudiaba a otros pintores. Esa es la parte en que I me dice que así debería hacer yo con la escritura, entonces le digo que se contradice porque el otro día, mientras yo escribía, me salió con un: solo escribiste cinco renglones, eso me hirió profundamente y le contesté: tesoro, sentate vos a escribir, qué espíritu peleador tiene, cómo le gusta hacerme rabiar y, encima, me dice que tengo pocas pulgas. I olvidó que también criticó al chofer, Sándor, porque no usa el cinturón. Yo voy alegremente dormida pero en trance teniendo que capear sus comentarios sobre los peligros a los que nos expone el húngaro. Ah, algo muy feo fue que ayer a la noche, antes de ir a la cena de despedida de Viena, en el pueblo de Grinzig, nos enteramos de que hubo una tremenda tormenta en Budapest que le voló parte de la cocina de la casa, pobre hombre. Volvimos a compartir mesa con el señor que viaja con sus nietos, es un trío adorable: abuelo jubilado como director de escuela, profesor de historia, abogado y pianista de una orquesta de jazz; nieto mayor estudiante de derecho, nieto menor, de letras. Son encantadores. Pasados unos tragos, el conjunto, por parte femenina, se envalentonó y cantó, cantamos, canciones very tipical argentinas; los músicos no se iban de nuestro lado, éramos los que más les llevábamos el apunte. Cuando la cena concluyó todos éramos una familia, ji, ji, ji. Llovió e hizo frío, debí traer ropa más abrigada.

                               
Ahora voy para atrás para decir que vimos la obra de Egon Schiele, expresionista austríaco, que yo no conocía demasiado y que me encantó, tiene una cara de loco total y trastornado. Lamentablemente, vivió solo veintiocho años, murió en 1918, igual que Klimt, tres días después que su mujer, ambos por la gripe española. Tiene una pintura que es su versión del famoso Beso de K, se llama Cardinal y Monja, es bellísima, es de 1912. Otro museo que visitamos fue el de artes, uno de los del Quartier de Viena, fundamentalmente buscamos a Brueghel, porque todo es imposible y a I le encanta leer toda la info y fotografiar. A propósito, como me acicatea cada vez que aparece la reproducción de El Beso, le dije que iba a hacer una lista con las cosas que no quiero ver más ni escuchar. Es la siguiente: El Beso, El Danubio azul, de Strauss, la palabra souvenir. Luego vino una discusión porque I quería incluir la hamburguesa, pero para mí ni siquiera entra en consideración, después quiso poner Coca Cola y yo le dije que a veces tomo, eso le quitó el habla porque no entiende cómo alguien –yo- que utiliza la fecha de la revolución cubana, como clave para las cajas de seguridad, puede tomar una bebida proveniente del mundo imperialista. Ay, tengo que explicarle cada cosa, siempre dije que los seres humanos estamos formados por capas de aparentes contradicciones, pero todo tiene su explicación y coherencia. Ahí interrumpimos la lista, que retomaremos en otro momento. Además, le había dado para elegir la fecha de la Primavera de Praga o La Revolución de Terciopelo, pero siempre tiene que objetar mis propuestas. Igual, primó mi sugerencia.

                               
Ayer fuimos a la Abadía de Melk, benedictina, tanto el viaje como el lugar estuvieron muy bien, el recorrido es por el valle del Wachau, en las afueras de Viena, con alternancia de montañas, bosques y viñedos aterrazados, siempre con el Danubio Durante estos viajes largos nos van dando el contexto de un modo muy atrapante; el problema es que mi cabeza se fracciona en mil partes y ya no sé cómo disciplinarme. Admito que me parece una buena idea que I grabe todo en su Ipod, antes criticaba y ahora le ruego que lo haga. Un día nos sentamos en una confitería famosa a tomar un café, en Viena. Este simple acto es todo un numerito que incluye la lucha de I por que le traigan el café bien caliente, con la leche muy caliente. Tendré pocas pulgas, pero pienso que no se puede contra las costumbres de un lugar; en Bratislava un mozo llegó a decirle la temperatura con la que había hecho el café, con la intención de hacerle entender que el café estaba caliente, pues no, le pidió otro, mientras yo me tomé el mío más el rechazado. Conclusión: cada vez que nos sentamos para relajarnos comienzo a sudar previendo la que se viene. Los vinos blancos están muy buenos; Viena es más carita que Budapest, pero yo voy subiendo escalones hacia la junquicidad, mientras I los baja.
                       
Fuimos hasta la casa de Freud, pero a las seis dejaba de atender, llegamos media hora antes y su asistente no permitió nuestro ingreso; de más está decir que todos los visitantes eran argentinos y franceses. En cambio, nos detuvimos en la iglesia Votiva, es como cualquier iglesia, llena de oro, mármol y turistas, aunque encontramos una exposición fotográfica muy buena y muy terrible. Hoy nos contaban que los austríacos viven muy bien, que casi no hay clase baja y que tienen un alto índice de suicidios.
Mucho nos han dicho, y puede verse, sobre la gran resistencia de los austríacos hacia los cambios en el arte, sobre todo cómo rechazaron los edificios más modernos. Hay un barrio que tiene unas construcciones tipo Gaudi, es muy lindo y no me importa si es copiado; alguien  empezó el latiguillo con eso, pero qué importancia tiene, sobre todo para los que no estamos en tema, quién lo hizo primero. Lo último que recuerdo es un concierto al que asistimos en alegre grupo; es imposible que retenga los nombres austríacos de los lugares. Después lo busco. Estuvo bien, aunque le hubiera sacado algunos valses, concordamos con I en que se puede disfrutar uno, dos, tres, como escándalo, y después pasemos a otra cosa, por favor. Lo que más me gusta a mí son las óperas, me gusta pensar que en otra vida seré soprano, cómo me gusta toda esa tragicidad. Una copa de champagne durante el intervalo y cuando todo terminó vuelta al hotel, búsqueda infructuosa de un lugar para comer algo, aceptación de canapés preparados con lo que quedó del día: algo de queso brie, unas cervezas en el hotel y un trago de palinca, de las botellitas de la bebida húngara rescatadas con desesperación del fondo de la valija, que después hubo que rearmar para partir al día siguiente –hoy- rumbo a la República Checa. Desde Praga termino este desordenado relato. Lo de hoy, claro, queda para cuando Wenceslao lo determine. Son las dos de la mañana, me muero de frío con la ventana abierta, observo la lluvia y me voy a dormir, porque el calor de la cerveza negra alcanzó hasta aquí.
                                                                

                                                                                      Gabriela Frontini
                                                                                                                                20 de julio de 2012







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