domingo, 4 de noviembre de 2012

Berlín IV / El cero y el infinito


“Solo la imaginación escapa siempre a la saciedad.” (Stendhal)
Se van escurriendo los días, empieza el tiempo de descuento y a mí me asalta esa mezcla de ansiedad y pena que me provocan siempre las partidas; cuento minuto por minuto y ensayo el ejercicio de hacer durar cada uno el triple: si uno se lo propone lo logra.
Después de tanta intensidad, hoy toca algo más relajado: el barrio turco Kreuzberg. Es el sábado de una mañana preciosa. Tomamos el metro, nos piden que vayamos en silencio porque aquí la gente no habla en voz alta ni importuna a los restantes pasajeros con su música ni con sus conversaciones telefónicas.
Cuando dejamos la estación aparece el verde de un parque, lo atravesamos y empiezan los coloridos edificios de viviendas, cafeterías y negocios de diseño. Por un momento me parece que soy dueña del tiempo que se concentra en la caminata y que sólo vale  disfrutar con los ojos. Necesito respirar y dar pasos cortos.     
  
Todas las cafeterías nos hacen guiños; I descuenta que si buscamos un café turco nos lo servirán humeante. Hay poca gente circulando y se la ve distendida. Quisiéramos hacer como ellos: sentarnos a curiosear a los que pasan, hojear un diario o no hacer más que saborear un café, sin mirar ni una sola vez las agujas amenazantes. Doy vuelta mi reloj para no hacerme trampa.

Decidimos seguir caminando y mientras lo hacemos en silencio yo me imagino viviendo aquí, exactamente en este Kreuzberg. Esa mujer que sale por esa puerta enorme y llena de inscripciones podría ser yo una mañana de sábado, dispuesta a desayunar para despertarme de a poco, mientras decido qué haré el resto del día. Iría al Mercado cercano al Handwehrkanal, elegiría fruta, probaría sabores y seguramente encontraría algún objeto, el objeto que está esperándome. Lo imagino con tanta obstinación que no me importa cuánto tenga que esperar a que suceda: si me olvido del tiempo, si ignoro la realidad que intentan imponerme, me siento igual que en el grado cero del viaje, el momento en que el avión empieza a carretear aumentando la velocidad para despegar, porque entonces sé que todo lo deseado va a empezar: mañana es mejor. Se puede estar de muchas maneras suspendida en el aire.  
   


Con ese ánimo volvemos al tren; los ojos mastican lo que está a su alcance y cuando traspasan devoran. Quizá sea por prevención: ahora viajamos con más compañía y yo temo que otras miradas aspiren todo lo que me falta absorber.
No hay caso, hay que estar siempre alerta, es imposible escapar del pasado: estamos en la estación de tren Friedrichstraβe, la última de la línea este-oeste antes de llegar a la frontera con Berlín Occidental. Aquí se encontraba la sala de aduanas, conocida como Palacio de las Lágrimas, zona de frontera para pasar del este al oeste. Al lado de la estación hay un grupo escultórico que recuerda a los deportados a los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Parece que Berlín sí cree en lágrimas.  
Seguimos andando un poco y hacemos una rápida parada en Hauptbahnhof, la modernísima estación central de trenes, inaugurada en el año 2006. El sol que vimos a la mañana va dando paso a las nubes y, finalmente, a la lluvia, justo cuando llegamos a la Kurfürstendamm; nos ponemos las capas compradas en una ferretería de Praga: parecemos espantapájaros. A nadie parece importarle el agua, berlineses y turistas patinan por la avenida de compras. Los imitamos un rato para luego dejarlos y llegar hasta la rotonda Groβer Stern. Sí, por fin estamos frente a la Siegessäule, más conocida como Columna de la Victoria. Si tuviéramos tiempo, subiríamos los doscientos ochenta y cinco escalones y podríamos deleitarnos con la vista del Tiergarten; lamentablemente tampoco somos ángeles ni criaturas de Wim Wenders. Es mejor así, eso me dice Damiel/Bruno Gantz y me conviene creerle. Además, él se lleva la lluvia.         
                                                                 
 
Lástima que no me dijo que es tarde para el Mercado de Pulgas, próximo al Palacio de Charlottenburg: mientras vemos cómo levantan los puestos, tenemos que decidir en qué emplearemos las últimas horas de este día y…casi de este viaje. ¿Perdimos tiempo esquivando ciclistas, preguntando y buscando este mercado? ¿Qué es perder el tiempo? Cuando me pierdo en una ciudad, cosa que sucede con rigurosa frecuencia, suelo toparme con algo inesperado, entonces la ansiedad se transforma en deleite porque ese encuentro, que parece fortuito, lo que hace es confirmar la predestinación. Quizás esta vez no vimos las señales, quizá nos obstinamos en la búsqueda del Mercado, quizá no había señales. O la señal fue que no había señal y que teníamos que ir al Prenzlauer Berg.
Nos bajamos en la estación de ese nombre y nos encontramos con más aire, más amplitud para vagabundear. Excelente, eso siempre es bienvenido. ¿Qué vemos? Gente en las veredas, charlando, bebiendo, riendo, fumando; una iglesia más moderna; casas con placas que tienen los nombres de los deportados; un cementerio cerrado. Está bien, esto es Berlín y, por más que construyan sobre el horroroso pasado, las vidas truncadas tienen la eterna misión de no permitir nuestro olvido. Así que, del mismo modo en que paseamos por San Telmo y cada vez más nos enfrentamos con las placas recordatorias de nuestro propio y horroroso pasado, podemos detenernos aquí para tomar un helado; una cosa no quita la otra. Aceptar un placer no significa desviarse del irremediable pasado ni del presente y el futuro de los que somos parte comprometida.  
                         

Desde que empezamos el viaje teníamos ganas de tomarnos un helado; es curioso que algo tan simple haya sido tan postergado; no sé por qué nunca encontramos el momento. I lo recuerda y propone que este es el momento; estoy absolutamente de acuerdo. Nos sentamos cinco minutos para volver a levantarnos y seguir saboreándolo junto con el paseo; yo me alimentaría casi exclusivamente de helados. Nos saludamos con compañeros de viaje y continuamos la marcha: los negocios de venta de ropa y accesorios están cerrados, me quedo con las ganas de un anillo, me doy cuenta de que no tengo ninguno de esta ciudad, quizá mañana pueda solucionarlo. ¿Por qué Berlín, con toda su densidad histórica y con un idioma que no conozco, me parece tan poco ajena? ¿Por qué la siento tan cercana? ¿Por qué puedo imaginarme perfectamente viviendo una temporada aquí? Es posible que se deba a su arquitectura, a su trazado, a su amplitud. Este Prenzlauer Berg, el Kreuzberg y el barrio por el que anduvimos la otra noche con C, cerca de nuestro hotel, son lugares en los que podría vivir un tiempo. Tendría que conocer un poco a los alemanes, pero las cosas que nos cuentan de los berlineses son bastante diferentes al estereotipo que tenemos de ellos algunos porteños. Hace cuatro años que C vive aquí, después de haberlo hecho en Barcelona y, si bien este no fue un destino elegido sino producto de las circunstancias de su vida, él sostiene que es un buen lugar. Todo es hipotético en mi caso, pero siempre que viajo hago el ejercicio de fantasear mi vida en ese lugar circunstancial: imaginarme viviendo allí unos meses es como la medida de mi aceptación o rechazo. Es como una prueba a la que someto a la ciudad.
Por más que exprimamos el día, llega una hora, un momento en que se termina. Hay tantos bares y restaurantes tentadores para elegir en esta especie de Palermo que damos vueltas buscando uno que reúna la mayor cantidad de cosas que nos gustan. Nos decidimos por uno italiano –vaya gracia- porque tiene cómodos sillones en una calle por la que no pasan muchos autos que nos molesten con su ruido, buena música y una carta sugestiva. Con el abrigo liviano que trajimos se está perfecto…pero con la lluvia no hay manera, nos obliga a entrar. Me recupero del cambio de escenario y, para empezar, me tomo un trago. Nuestra anteúltima cena en Berlín y solo con berlineses es la mejor manera de ir terminando el día.

Berlín, 28 de julio de 2012

Es cierto, quedó tanto por recorrer, pero cuánto me llevo, mucho más de lo escrito, mucho más de lo que aprisionan mi valija y mi conciencia. Observo caras, calculo edades y arriesgo historias: ¿cómo era la vida de esa mujer antes de 1989?; ese hombre muy mayor, ¿será algún Michael marcado por una historia de amor y horror como la vivida por el protagonista de El lector?; esos que van ahí son muy jóvenes, ¿qué hacen ante tamaña herencia? Cada vez que mire mis fotos y elija un anillo de entre los que hoy compré y los que llevo de Praga, como en un animé, la narración de mis días de julio de este 2012 comenzará a desplegarse ante mis ojos y mi corazón desbocado.
Es curioso, hoy recordé la primera vez que salí de viaje a otro país: tenía veinte años y me iba a Brasil con mis amigos. Recordé cuánto me había costado convencer a mi madre recientemente viuda, en general temerosa, y asustada por el peso de la responsabilidad no compartida. Su cara de risa nerviosa no se me borró, pero tampoco se me olvida su  sonrisa de felicidad cuando estuve de vuelta, sana y salva, esa vez y todas las que siguieron a través de los años, sin importar con quién me iba ni mi edad. Quizá recuerde aquello simplemente porque me gustaría que Berlín me retuviera un poco más. Apenas empezamos a conocernos.
Es cierto, también, que me siento dichosa y centrifugada por este viaje, con la convicción de que habrá otro que partirá de este único. Entonces podré detenerme en todas y cada una de las imágenes del Altar de Pérgamo, que vimos ayer, y trataré de descifrar la expresión de Nefertiti, antes de que las miradas de los turistas que la visitan en el Nuevo Museo terminen gastándola. Haber visto solo dos de los cinco museos de la Isla no es lo que más lamento, sino haber dejado calles y barrios impregnados e impregnantes. Ayer, cuando salimos del Pergamon llovía tupido, esperamos un rato a que parara, con la intención de hacer un paseo más hasta la hora de la cena con el grupo, pero no paraba. Entonces I me dijo: “ya está, para mí el viaje terminó”. Como si hubiera recibido una inevitable y mala noticia, yo me quedé helada y balbuceando que no, que nos quedaba una mañana. Me sentí como el perro que retiene entre los dientes una pelota o su objeto favorito, se acerca en guardia, con la expresión concentrada en los ojos,  y no lo suelta por más que la mano de su amo haga fuerza para sacárselo.
                                     
                

Cenamos ayer todos juntos, nos fotografiamos, brindamos y, hoy, después de hacer compras a las corridas y de asfixiar valijas, suelto mi tesoro, igual que el perro suelta su ofrenda en un acto de amor. Solo se trata, ahora, de saber cuándo hay que volver a apretarlo fuerte entre los dientes.     

Gabriela Frontini
  Berlín, 30 de julio de 2012


 

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